NOVELA


Título: ¿Cómo penetrar a Laura?

Autor: Andrés Pinzón

Año: 1999 - 2009

Descripción:

Inversión:

Fragmentos:
Vértigo
     ¿Recuerda usted, valga la redundancia, mi querido y odiado lector, la repugnancia estéril que se apoderó de su espíritu cuando su hombría quedó vilmente humillada por un espectáculo bochornoso que sus ojos adulterados tuvieron que soportar?
     Fue en un parque de espeso ramaje, cerca de su casa, cuatro cuadras para ser exacto, en uno de esos hermosos lugares donde el ser humano intenta armonizar su caótica existencia. Allí, precisamente, donde usted tantas veces había paseado de la mano de su novia mientras se mojaba las ganas de hacer el amor, contrayéndosele el vientre hasta retener la orina en el transcurso de diez horas. Perdonadme, ¿he dicho novia? ¿He dicho hacer el amor? Novia es ese traste con el que usted cargaba y su fétida boca tanto se vanagloriaba en pronunciar cuando tropezábase con los otros; una vez ella fue su novia y decidió usted no tener otra más. El status de novia adquiere un compromiso con los demás, un compromiso que el endeble amor no es capaz de cargar, pues requiere de cordura, y el amor es un insensato falto precisamente de ello. El compromiso con los otros quema la piel de tu amante, abre llagas en el corazón que la lengua envidiosa alimenta, aborta mil caricias y execra todo acto de sensualidad. Perdonadme, ¿he dicho amante? Amante es esa sombra que exhala su olor en las noches, como las flores del cementerio, como las flores del mal; es ese beso que tu novio nunca podrá darte; esa fidelidad absoluta, pues espera fielmente tu infidelidad; ese estremecimiento en la cama que tu novio ha olvidado; perdonadme, ¿he olvidado deciros qué es hacer el amor? Hacer el amor es entregarse con alguien que ha herido de muerte tu sana existencia a las delicias de la carne y, al llegar a un orgasmo, no sentir placer… sentir VÉRTIGO. Vértigo fue precisamente lo que sacudió tus entrañas esa noche cuando tu pobre hombría fue asaltada. O, querido lector, hace falta pudor para recordar esto; pero se valiente, que la valentía es algo que olvidaron los hombres. No te sorprendas por el brusco cambio de tono en la voz, a veces os desprecio y a veces os respeto. Es algo que no puedo detener. Escucha el llamado de la Danza Macabra Opus 40 de Camille Saint-Saens.
     Venías de comer un perro caliente con queso, huevos de codorniz, cebolla sofreída y salsa blanca, arrastrabas tus pies por la hierba arrancando gran cantidad de ella. La noche te distraía con su mortuorio olor y su frío viento que envolvía tu cuerpo haciendo las veces de sudario; tu mirada triste reflejaba sentimientos arcanos que ni el propio Dios judeo-cristiano, con su exasperante omnisapiencia, podría develar. Tomaste una rosa blanca entre tus manos y la desentrañaste con esa fuerza horrísona de no poder expresar un sentimiento vulgar el cual has divinizado gracias a tu impotencia. Era eso, tus entrañas se sacudían mordisqueando las paredes del alma: amas a esa mujer como nadie la amará en el mundo, ni siquiera el dios benévolo, y te ha abandonado; le hiciste el amor muchas veces, tantas como son necesarias para despertar la envidia de los otros. Hasta ahora te das cuenta que tú la convertiste en novia cuando siempre fue tu amante. Tus entrañas se sacudieron entonces bruscamente, al compás las ramas en las copas de los árboles hicieron lo mismo; caótica armonía envuelta en susurros desesperantes. Escucha la tristeza del cierre de la Danza. La vida también tenía entrañas y tú, miserable lector, no fuiste capaz de arrancárselas. Hacía falta heroísmo para destrozar el mundo y calmar tu dolor; hizo falta pasión para devorar su cuerpo y ella te devoró todas las noches. Fuiste un hombre responsable, nunca un amante desquiciado, esa es tu triste realidad.
     Tocaste tu pene con esa extrañeza acostumbrada, llevaba varios días sin erectarse; tarde te diste cuenta que el pene también amaba, también extrañaba esa monstruosa vagina, como tu boca su boca, como tus manos sus manos, como tus ojos sus ojos, como tu espíritu su espíritu, y algo más que no sabrías decir.
     De pronto estabas sentado en la misma banca donde una hermosa tarde crepuscular le declaraste vuestro amor, la misma constelación en el cielo desnudaba sus palabras. Adorabas esos momentos cuando te imbuía en una conversación galáctica, o cuando te reprendía por tu ignorancia extrema en temáticas jurásicas, y hoy no le perdonas a la naturaleza que los haya perdido y le agradeces las estrellas en el cielo. Por fin diferenciaste las constelaciones de cáncer y capricornio, y supiste que eras capricornio, sí, capricornio y qué, y en el horóscopo chino Cabra, medio aturdido, medio atontado. Esa maldita banca era tan fría como una lápida, desvanecido tu cuerpo se enardecía de fervor; todo recordaba a la muerte y tú siempre intentando olvidarla, vano intento de existencia, frágil lector… Pero ella te enseñó a morir, con la voluptuosidad de su cuerpo, con el veneno de sus labios, te enseñó a morir y te mató, con su me quema, me quema, saber que no vas a volver. Acaso, ¿no son los cristianos quienes más fervorosamente le huyen a la muerte, y no son ellos mismos quienes viven del amor? Ay, presiento un recorrido lleno de espinas.
     Allí sentado empezaste a recordar una noche en que hacías el amor con ella; quizá era una noche tan fría como ésta, tan obscura, tan lánguida, su cuerpo emanaba ese cálido ardor y te sentías tan vivo como aquella rosa antes de ser arrancada; tus manos se deslizaban por su espalda, tus dedos por su boca, los bejucos rozaban las espaldas; maldita sea, acéptalo lector, tus manos sintieron sus huesos y esos huesos que chocaron contra los tuyos…ah, prueba fehaciente de que la muerte siempre estuvo contigo.
     ¡Ay! Los bejucos se enredaron en tu cabello. Te levantaste furioso, colérico, iracundo, empuñando las manos, tu mirada fue a dar a ese recóndito lugar del parque donde una noche no soportaste las ganas de mojar; maldita sea, mil veces maldita; perdónate blasfemo lector por el exceso de maldiciones… pero, era verdad: las ramas se movían, sacudíanse estrepitosamente alterando el silencio de la noche, un par de sombras enredadas perturbaban la obscuridad alterando el sarcófago de imágenes guardadas, el cuadro era una desagradable alteración de ese recuerdo clavado en la memoria. No podías creerlo, una insignificante pareja, vulgar pareja, estaba violando ese sacro templo en el cual habías jurado levantar una efigie de Afrodita. ¡Profanadores! Corriste furioso, dispuesto a matar si fuese necesario… cuando llegaste al filo de tus visiones, entre la ira y la desazón, un hombre se derramaba en el cuerpo sudoroso de otro hombre, tal como tú lo hacías en el cuerpo de ella. Sentiste asco, profundo asco, tu piel erizóse como de gallina, tu corazón se encogió como un resorte; pero ese repugnante asco que subía a oleadas por tus arterias era por ti mismo, tarde te diste cuenta que la hombría era un estado muy diferente… ella ya no estaba, había partido para siempre.

Ocaso…
     ¿Recuerdas, mi querido y odiado lector, el día en que empezaste a morir diariamente? A partir de ese predestinado día una nueva sombra te asesina todas las noches. El ángel que esperabas para que te subiera al cielo ni siquiera se convirtió en demonio; la mujer que te esperaba desnuda en el umbral del templo se transformó en una bruma que enrareció tus ojos.
     Venías caminando bordeando la carretera, acababas de escapar de la iglesia, gacha la cabeza atormentada por las sentenciosas palabras del sacerdote, ese mismo que más adelante se acostó con una amiga tuya, el de la moto, el profesor de epistemología, y la extraña letra de esa canción que no dejó tu atención tranquila mientras escuchabas la tortuosa misa. Al lado del camino, te encontrabas caminando al lado del camino, esquivando charcos y auto-móviles enfurecidos. Era la constante pelea entre el bien y el mal, dos fuerzas iguales en ese momento que halaban tu alma; te diste cuenta que pronto perecerías en la guerra: para triunfar deberías estar más allá del bien y del mal, y ya te encontrabas demasiado agotado para ello. Jesús había dejado de ser el hijo de dios, y hasta escribiste por primera vez dios sin mayúsculas, para ser el dios de unos histéricos desconocidos. Tragabas el humo que exhalaba el asfalto, exhalando el humo de tu cigarrillo mientras todo pasaba como rebobinando una película en esos carros de carreras rebobinadores de los beta clubs. Regresabas una y otra vez del olvido, marchitando las flores de tu grisácea infancia abandonada en charcos de helados y sudores de fútbol en el parqueadero y bicicletas, recordando en sueños esas voluptuosidades inocentes que te hicieron feliz. Los árboles de mangos, los patines como zapatos, el atari, la forcha, el señor de los raspados y la mugre de sus dedos mezclada con la leche condensada, los vellos de las piernas de las niñas, y el fútbol, siempre fútbol.
     Empezaste a caminar con las manos atrás y sujetadas, y a la perversa pregunta de un distinguido que pasaba por amigo del por qué la constante posición de tus brazos, contestaste con esa hipocresía mortuoria y esas frías palabras sarcásticas que seguramente habrás olvidado y yo he tomado la molestia de recordar: ¡Ah, usted sabe cómo me fascina orinar en los parques y en las paredes largas de las avenidas, facilito la tarea policial cuando me agarren por sorpresa! Hermosa respuesta para tan necia pregunta. Una vez más comprobabas tu diestra facilidad de reacción cuando te sientes acorralado, cuando en verdad sabías que caminabas con las manos entrelazadas, imagen y semejanza de un preso, porque por fin te habías rendido a ser el incauto de los otros. Esa venerable anciana que un día distinguiste por los azares del destino te había dicho esta cruenta verdad: ¡La realidad es de color ceniza! Nunca olvidarías el fúnebre tono de su voz ni la tristeza altiva con que recitaba la poesía de Núñez. Todavía existía un ser humano que recitaba poemas con ese dolor de la tradicionalidad aplastada. Hace dos meses murió aplastada por la inconsistente post-modernidad. Brille para los poetas la luz perpetua. Cuando con sorpresa te diste cuenta que en tu mente se había pronunciado la palabra Verdad, tal como se suelta un disparo en una reyerta, se estremecieron tus fibrillas y miraste trémulo hacia todos los ángulos de la habitación, aunque nadie pudiese escucharte sabías con claridad que el sólo hecho de erigir en tu mente la palabra Verdad bastaría para que los otros te tragaran vivo. Inquisición maligna del lenguaje post-moderno.
     Caminaste sin mirar las personas que rozaban tu existencia, adquiriendo una posición dimorfa de hombre desesperado, tus aguzados oídos atrapados por una ráfaga de temor escuchaban los cantos de las misas católicas y los gritos de los esquizofrénicos pastores evangélicos, la pútrida ciudad se convertía fugazmente en el paraíso y tú te revolcabas como un cerdo en las arenas del infierno; demonios y ángeles croaban en tus oídos y en el fondo el sublime aleteo de una paloma te hacía soportar el canto maléfico de la ciudad. La oriflama de tu inocencia quedó desgarrada en las rejas de una casa de paredes marrones donde fuiste a parar después de un estúpido tropezón. Las tabernas empezaron a reemplazar a las iglesias y las cervezas las hostias, la sangre se infectaba de nicotina y el cerebro se llenaba de imbecilidad. Estabas muerto. Cuánto anhelabas haber vivido en un tiempo donde existiesen los dioses destructores y guerreros. Las leyes se hicieron para los humanos y el dios único se hizo para los santos; tú preferías los dioses para los humanos y las leyes para los esclavos.
     Te apoyaste contra un espinoso árbol de pino y vomitaste las exquisitas arvejas con huevo y cebolla sofreída en mantequilla que tu madre había preparado con desbordado amor a la hora del almuerzo, instante fatal cuando tu apellido fue pisoteado por la visita de un lobo feroz; trataste en vano de correr y tus fláccidas piernas no respondieron; todo se movía a tu alrededor o se sacudía, hasta los continentes que navegaban inertes en las hojas de los atlas; aborreciste plenamente a tu anciano profesor de geografía, ese deplorable materialista creyente que había castrado tu imaginación. Ahora Europa era una prostituta que habías conocido una noche de luces y mareos de luces. Maldeciste a quienes no dejaban pensar primeramente lo que otros ya habían pensado… te lo enseñaban. Tu frágil pensamiento como un río se encausaba en la doctrina y terminaba ahogándose en el mar del desprecio. La libertad de pensamiento se había convertido en un olvidado pie de página en el libro de la imbecilidad. No todos teníamos derecho de admirar las cosas vivientes porque otros hijos de putas ya las habían admirado con otros hijos de putas ojos. Invocaste a Pascal. Entonces decidiste vengarte de la manera más corrupta: te volviste uno de ellos. Amén. Quizá en este pasaje debería estampillar un horrendo pie de página y entregarles mi espíritu en bandeja de cerámica italiana. Otro combate perdido.
     Entonces, otro entonces, te sentaste junto al árbol, precisamente encima del vómito escurrido, y creíste erróneamente que te encontrabas estático cuando algo se movió dentro de tu cuerpo. Quizás fue el árbol que se movió electrizando tu espalda o tu estómago reaccionando contra la rebelión alimenticia. Todo se movía, todo fluía, panta reí; cambiaste la palabra estático por impotente y por fin comprendiste a Heráclito y al hombre más grande del siglo de oro (excluyendo a Sófocles): Protágoras. Sin saberlo siempre preferiste la filodoxia a la Filosofía; entonces, tercer entonces, reacción inmediata de tu salud digestiva, aborreciste dos veces más al profesor de geografía jurando frente al árbol y su silencioso movimiento escupirlo por la cara el próximo martes. Átomos de vómito se habían incrustado en las paredes de tu alma. Estabas muerto, pero es mejor ser muerto, dice la hermosa canción.
     Tus rejuvenecidas piernas decidieron correr y corriste, siguiendo esa pequeña grieta en el horizonte abierta por la fuerza de tus lágrimas de muerto, corriste hasta llegar al río donde toda la putrefacta historia humana se había masturbado, impunemente, asquerosamente, morbosamente, lujuriosamente. Te sumergiste en sus profundidades con esa angustia necesaria, una baba vital se pegaba a tu cuerpo y te diste cuenta que eras tú el que había cambiado… ¡Oh, hipócrita lector, mi amigo, mi hermano!

Yacer
     ¿Recuerda usted, mi querido y odiado lector, el amanecer púrpura aquel en que despertó en el vientre de otra dama que no era la suya? Se encontraba en el dilúculo de la noche, sus ojos cubiertos de legañas se negaron a abrirse para no mirar ese cuerpo extraño que se extendía lujurioso en la cama, prefiriendo dormitar en el vacío de los recuerdos más amados. Qué hosco era ese cuerpo al tacto, qué diabólico al alma.
     Empezó usted a cantar con grave voz las odas de Anacreonte y alguno que otro poema de Kavafis incrustados en su memoria; soltó usted, de nuevo valga la redundancia, una estrepitosa carcajada cuando al terminar de cantar con entusiasmo Salomé sintió el cruento estremecimiento del vientre donde reposaba. Extraño vientre ajeno a los cantos de los poetas. Su cabeza blasfema rodó de la bandeja de plata, era un reproche, un maldito ignominioso reproche. Ella no podía creer lo que sus castos oídos escuchaban. Si tan sólo hubiese escuchado con la vagina cuán diferente reacción hubiese tenido. Terminó usted, redundancia de redundancias, de reírse con el semblante lúgubre que deja una carcajada y cayó en el silencio sombrío de su alma, si es que todavía la conservaba, me niego a creerlo blasfemo lector que estropea los recuerdos más amados.
     Deseaba usted, insisto, amar, su corazón era un mar infatigable que abrazaba gigantescas olas. Empezó a besar ese macizo vientre con esa necesidad deseada y en el fondo de sus oídos escuchó un no más; era un eco muy endeble, casi un susurro implorante de sudor corporal. Además, usted no estaba allí para satisfacerla, estaba usted enredado en ese cuerpo para satisfacerse y, en el caso que no lo lograse, finalmente yacer. Era usted un cerdo, eso nada más. ¿Y cómo no serlo en ese horrible lugar?
     No era lo que usted buscaba y el vértigo se apoderó de su maléfica alma, al fin y al cabo ese cuerpo delgado nunca se le había perdido; quizá deseaba usted cantar los poemas de Alejandra Pizarnik, pero era un riesgo que su corazón debilitado probablemente no soportaría. Así que siguió besándole el resto del pequeño cuerpo. Su lengua lamía el cuello y ella pujaba, los muslos y ella pujaba, la nariz y se entrecortaba la respiración, los arcos de los senos y ella pujaba, la estrecha cadera y ella volvía a pujar; era la maldita y sagaz forma de colocar una barrera antes de la penetración, cuando usted sólo deseaba penetrarla. Acaso, ¿no era la penetración esa barrera? Creía usted ser un caballero desafiando a una dama cuando en el fondo era un cerdo revolcándose en su hedentina charca. Entonces, cuando devoraba sus pezones, escuchó, en el fondo de sus oídos, un más, un profundo y glorioso más. Qué estoy diciendo, apenas oyó. Ella se sacudía como una cabra y creyó estar en su solitaria habitación escribiendo esos primeros versos que su amada con venerable júbilo escucharía y los cuales nunca olvidaría. Siempre escribiendo en habitaciones, siempre mancillando lugares. Las legañas se desvanecieron por la acción del sudor y las babas de los besos; entonces, fatuo entonces, sus ojos tristes se aferraron a los sueños, y allí estaba, hermosa alucinación, entre el clamor de sus células y la efervescencia de sus neuronas: era ella, su eterna amada, la sombra que lo persigue todas las noches y lo acompaña todos los días, la que con tanto dolor llama usted mía. Desnuda, hermosamente desnuda, ante sus ojos se presentaba aquella voluptuosidad que usted ha magnificado. Sus labios rojizos delataban la alegría desmesurada del alma, era el sabor de su cuello salobre bocado de Satanás. Sí, el cuerpo perdido hacía trizas su sexo embriagado de vagina y senos. Se reescribía el poema de mil años atrás y el cabro mutaba en alegría de juventud.
     Se dejó hundir en las profundidades de aquel cuerpo, allí estaba seguro del mundo encerrado en su jaula de cristal monocromática vientre no me abandones todavía. La penetró suavemente, tan suave que el silencio se postró en la cama como un perro humanizado, qué digo, obediente. Una y otra vez ella jadeaba. Quizá no existiera poeta alguno que usted en ese momento pudiera entonar; quizá una violenta Musa a quien hacerle una afrenta, una copa de sangre rebosante, un racimo de uvas podridas. La vida era un sosiego ilimitado, cuando, de pronto, su escuálido pene se encontraba en erupción, sacudiéndose como una lombriz atrapada en la boca de una pájaro asesino; recuérdelo lector, que la memoria duele cuando recuerda con pasión.
     Un vacío inmenso se abrió en su cuerpo o en su alma; acaso, ¿es capaz usted de saber dónde rayos su vida se quebró? Sus frágiles oídos no estaban creados para tan grande profundidad. Ella, que siempre en el abismo le había tendido sus manos, hoy las soltaba, y su cuerpo rodaba por inmensidades desconocidas, golpeándose contra las paredes rocosas, desangrándose por las viejas heridas. Irreconocible ante sí mismo, ese horrible cuerpo hosco al tacto tuvo la osadía de llamarle por su nombre. Se rehusó a abrir los ojos, las piernas, las manos, el alma, el páncreas. Se contrajo… hermético. 
     Entendió fríamente que la poesía era una basura literaria depositada en hojas blancas sin pasión y aborreció a todos los poetas sobre la tierra, incluyéndose. Cuánto valdría la intelectualidad del corazón que se ha perdido a sí mismo, que ha arrancado su raíz, cuando ese mismo corazón se encontraba pisoteado, corrompido por los besos de una dama con ademanes de diosa. Las mejores canciones habrían nacido en un momento desgarrador como éste. Nunca volvió, usted, redundante del dolor, a leer otro libro de poesía, ni a cantar, ni a morir cantando, ni a contraerse hermético en otros vientres. Casi se vuelve platónico. ¡Mentira! Sin exageraciones.
     Cayó muerto en profundidades de colores opacos, su alma nunca se iba a desprender del cuerpo y tampoco nunca lo esperó. Sin embargo sus entrañas flotaban en dirección opuesta deshaciéndose por la acción del agua, y su corazón dejó de palpitar. Ahí estaba usted, en el final del orgasmo, sintiéndose como un prostituto. Puso convulso su mano en la vagina y una catarata de flujo la bañó. Su olfato esta vez lo traicionaba, era la hora demente de abrir los ojos que trémulos se negaban. Una sonrisa adormilada dibujaba la realidad y usted deseaba morir o simplemente yacer. Qué ridículo era el rostro de esa dama, satisfecha su pueril condición humana, reflejaba la pequeñez de esa condición. Por favor, no os imaginéis el vuestro, seguramente habíais perdido la dignidad. En ese momento las palomas de Citerea fueron devoradas por el ave de Minerva. ¡Bendita sea la cópula carnal! ¡Malditos los enamorados! ¡Brille para mí, para usted, amigo lector, para todos los habitantes de vientres vacíos, la luz perpetua!
     Y de nuevo usted lector, dispuesto a abandonar otra historia, entre la realidad y el sueño, entre la risa y el sollozo, vivo y sepultado, dispuesto a abandonar, siempre dispuesto.


                          Algún día del año 2000, en la calurosa ciudad de Barranquilla, unos meses después de haber sido abandonado por Laura y una noche antes de conversar por última vez con ella.



Nueve meses después...


I Laura...


Espero lo aclaremos definitivamente, este rayo de sol benévolo golpeándome el rostro exaspera mi paciencia. ¿Dime cuál es el problema? ¡Termina con ese maldito silencio alargado que estrangula el ambiente! ¿Qué fue lo que realmente sucedió? ¿Por qué todo tiene que tornarse tan ridículamente grave? Podría decir que el zumbido de una mosca ha surcado el límite de resistencia de mis insignificantes oídos humanos, como uno de los cerdos de Yourcenar, traigo la boca repleta de palabras, deberé sentenciarlo de una buena última vez.
Nunca seremos más de lo que somos, tampoco volveremos a ser como fuimos, sólo os puedo asegurar una cosa: la sarma nos persigue por cada paso que damos en este laberinto de ilusiones, es como si fuésemos parte de ella, nos recuerda lo que fuimos y lo que seremos; escapar de su seno sería negar nuestros orígenes. Ése es el verdadero laberinto que significa nuestro andar. No logramos concebir un logos que se resista a morir heroicamente en un tratado resolutorio, y si llego a cometer un error gramatical u ortográfico me devorarán estos desmesurados lectores; entonces, delirantes, objetivos, conceptualizamos y epistemologizamos nuestras existencias, como el pícaro sacerdote profesor de epistemología, como si fuésemos algo más que un esfuerzo que se agota. Cada vez somos más metódicos y menos humanos. Cada vez más razonablemente estúpidos. Magnánimo legado de la Ilustración.
Hoy he sentido la muerte y el respirar pausado de mi nariz entonando la misma sinfonía. ¿Y toda la vida no será una muerte oculta? ¡El triunfo de Osiris sobre las catacumbas solares! ¿Y el respirar pausado de mi nariz y los latidos del corazón, no serán los tambores de la muerte avisando su llegada? Siento una presencia extraña que responde a mi nombre y susurra en mi cerebro el tuyo: la u ra.
Estamos destinados a ser unos chambones:

— ¡Dílo de una puta vez! ¿Me amas, maldita sea? ¿Crees que no lo sabes? ¡Basura! ¡Vé al grano… sí, al grano! ¿Terminamos? — La voz terminó hundida en el estómago.
— ¡Démonos un tiempo para extrañarnos y un espacio para desearnos!

Eso era, maldita sea, un tiempo y un espacio. Un abismo, angustia, una estatua, un dolor. Dónde quedó lo adorable de las relaciones amorosas. El cerdo ha desocupado su boca y el zumbido que produce la mosca se ha transformado en el zumbido de un tren que no volverá a pasar. En la deformación del ensueño tus palabras se hacen trizas. Acaso, ¿sólo hay una ruta que me lleve a la destrucción? Puedes irte directo al noveno círculo del infierno junto con Belcebú, que hasta ese tenebroso lugar donde las llamas incendian los corazones, y las nubes caídas del paraíso envueltas en azufre velan los ojos de los hombres, iría a rescatarte. O a enterrarte de una vez. Qué más da, el amor y el odio son una misma envilecedora pasión. La síntesis hegeliana sería el resultado de dos reflejos de una misma sombra que se diluye en las paredes de un callejón. Al diablo con tus insignificantes deseos. Al diablo con la dialéctica. Al diablo con el dios alemán Hegel.
Hasta el fatídico momento de nuestra separación una verdad envuelta en millones de mentiras de amor y besos de pasión se reveló ante mí, sombra ígnea de rostro indiferente: algún día habíamos empezado una triste relación. Qué estúpidas son las relaciones amorosas enmarcadas en el tiempo. Qué vacías son las horas que contamos. Hasta ese día logré sentir que tu cuerpo era ajeno al mío, que tus poros apenas respiraban, éramos dos cadáveres envueltos en una misma absurda vitalidad. ¿Vitalidad? Supe ese día que la vida nace y muere sin importar si se reproduce, y que la respiración no es virtud del viviente: es una anomalía que generalmente no sentimos. Creí en la eternidad y olvidé la libertad, confundí la luna con un sol espléndido, presencié el vértigo de la no presencia en el espacio... Las flores también mueren por excesos de agua y de sol.
Recuerdo la primera vez que entrelazamos nuestras manos, fervor de dos niños con cuerpos de adultos, juego de seducción de dos almas sedientas de mentiras. Regresábamos de celebrar, por describirlo de algún modo, el cumpleaños de tu hermana mayor que vivía en Facatativá. En mi cuerpo se despertaba la lujuria, salvaje y tierna a la vez, que tu mano manejaba a su antojo, acrecentando y enterrando mis deseos de amor. Las luces de los automóviles formaban figuras eróticas en mis párvulos ojos que cegaban los bulbosos ojos de tu madre en los albores de la menopausia.
Un trancón inmenso de miles de automóviles aglutinados en cuatro carriles, dos hacia el sur, donde nos encontrábamos, y dos hacia el norte, nos detuvo en el municipio de Chía. Era absolutamente normal: día domingo, siete de la noche y atravesando ese pueblecito tan apetecido por los fríos habitantes de la capital. Sólo seres humanos suicidas transitan a esa hora por la entrada norte de Bogotá, y en pleno aburrido domingo, no logro entenderlo. Suicidas no, imbéciles, pido disculpas por magnificar tan insignificante decisión. Puedes ver sus rostros estampados en las ventanas de los autos, tan tristes, tan lóbregos, inundados de una escalofriante pesadez que se hace insoportable, un espectáculo flébil de la pobre raza humana que desea divertirse. Los vidrios empañados por las corrientes frías de aire son el acorde perfecto a tan triste sinfonía. Intermezzo in A minor, Op. 76 No. 7 - Moderato semplice.
Para evitar el stress que se apodera de los humanos modernos faltos de soledad y pérdida deliberada de tiempo, empezaste a entonar canciones populares acompañada de tu hermana y tu mamá, tu voz sobresalía entre las demás voces que chocaban en el interior del auto, melodiosa, encantadora, sirena enjaulada en cuerpo de mujer. Sentía en mis oídos la flauta del dios Pan resonando en los adustos bosques griegos. Con los dioses vuelven las mayúsculas. Ella cantó el día de su primera comunión en la Iglesia de… repetía tu madre. Ahora el que comulgaba era yo. Como siempre ocurría y sigue ocurriendo, Andrés se encuentra completamente mudo contemplando tu bello rostro (táctica para evitar las escenas de alegría y felicidad, las cuales represento difícilmente), sumergido en un resplandor casi divino del cual no desea salir; además, el pobrecillo no ha podido memorizar en toda su inútil vida ninguna canción del folk nacional.
Sólo en momentos de profundo dolor o profunda alegría el hombre olvida el yo y se designa como un extraño que atormenta su existencia. Es como si sintiésemos por primera vez a un ser querido tocando con lascivia nuestro cuerpo. Entre la curiosidad y el asco, entre la sensualidad y el estupor, entre una maldita caja de huesos que llamamos cuerpo y sus instintos que se rehúsan a ser sólo una caja. Ahí está Andrés, hecho trizas. Está muerto. Ya te lo dije, amigo lector, muerto.
Mi habilidosa mano se apoderó de la tuya, precisamente, cuando se despertó un confuso y vengativo entusiasmo en tu corazón: la trágica muerte de Mario a cuchillazos mientras María se besaba con otro hombre en la esquina, María vagabunda pegada al cuerpo de un extraño que iba a robarle una taza de café todas las madrugadas, hizo que tu mano izquierda cayera esquiva en mi pierna derecha. La canción de Mecano sí la recordaba. Quizá sólo logras recordar aquello que acompasa tu espíritu sumergido en la corriente de la época, o aquello que alguien clava con morbosidad en tu mente, así no sea parte de tu buen gusto, así no estremezca tu pálido espíritu con sus acordes musicales.
Tres horas sumergidos en un gigantesco trancón de burbujas de aceite. Contaminación pura de la época. Humanización pura, por ello siempre he preferido los tumultos humanos de deliciosos olores al aislamiento del campo. Qué delicia son los trancones cuando la mano de tu amada se funde sudorosa dentro de la tuya. Ya sentía la mugre deshaciéndose entre nuestros dedos sirviendo como lubricante natural, empezaba a soñar lascivamente que mi lengua lamía y limpiaba tus manos, recorriendo las falanges y golpeando los nudillos; un leve sabor a sal despertaba mis papilas gustativas que en la amargura del contacto carnal encontraban su elixir. Transcurrieron cientos de años dentro de ese hostil automóvil, mi vida estacionada encontraba el cauce que después abandonaría sin ningún remordimiento, con cientos de sufrimientos hechos triunfos en una cama, pero sin remordimientos. El río se figuraba calmo cuando la tempestad amenazaba en el cielo.
Ustedes cantaban y aplaudían en sonoros contrastes, realizando movimientos caricaturescos aludidos a falsos destellos de felicidad. Andrés muy leve sonreía, estupefacto disfrutaba de los múltiples gestos que contorneaban tu rostro. Ba, la felicidad es apenas un momento de extremo nerviosismo y a estas mujeres les falta ese poco de desconexión. Andrés combinando pensamientos como si fuesen recetas de cocina, comparando las imágenes con las palabras. El sentido de la existencia sólo existe fuera de ella, en lo que no existe, en lo que llamamos: nosotros.

— ¡Andrés, canta, canta, vamos, házlo!

 Sonrío con los ojos adormilados de tanta belleza y aprieto una vez más tu mano, siento el pulso de tu corazón que acelera el mío, siento el paso arrollador de tu sangre que me llevará a la tumba, donde los imparciales gusanos sentenciarán mi condena. He jurado a mí mismo que jamás soltaré esa mano y siento tus huesos que burlan mi juramento. Si en ese momento algún osado hubiese llegado a presentarse ante nosotros, tú hubieses respondido:

— ¡Mucho gusto, Andrés!
Y yo, como si nada, hubiese replicado:
— ¡Cómo está, Laura, el gusto es suyo!

Eso era, un tiempo y un espacio, la ecuación maligna para un enamorado.
De pronto, en medio de la noche te levantaste aturdida, despertabas del macabro sueño que creías estar soñando con la cabeza reposada sobre mi almohada. Sí, habías perdido la identidad mordiendo los labios de un hombre. ¡Qué tu dios te proteja! En el espejo de Laura se reflejaba difuso Andrés, como dicen los biólogos tendemos las estructuras moleculares a movernos desde zonas de alta concentración hacia zonas de baja concentración; en el espejo de Andrés reflejábase una horrible sombra de dos rostros, como no alcanzan a modelar los biólogos. Laura desfigurada por la avalancha de sentimientos que amenazaban con ahogar la endeble voluntad de Andrés. Si no hay paraíso, ¿dónde revientas? Dejemos la seducción de las manos y digamos de una vez por todas:

— ¡Adiós, Andrés!
— ¡A-diós... no puedo, te sigo Amando… con mayúscula!

Y el ídolo se quedó incrustado en mi alma. Ante la ausencia del dios judeo-cristiano, el perverso Eros llenaba los vacíos sensuales paternalistas que tanto me torturaban con sus mazazos.

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